En muchos conflictos familiares, la separación de una pareja despierta emociones que nadie sabe manejar. El enojo, la decepción y la frustración pueden crecer tanto que terminan guiando decisiones impulsivas que lastiman a todos, especialmente cuando hay hijos de por medio.
Hay situaciones en las que una madre, dolida porque sus hijos no quieren quedarse con ella, actúa desde la rabia. En lugar de buscar un acuerdo, elige caminos que hieren: acusaciones graves, señalamientos sin fundamento o incluso la creación de pruebas para perjudicar al padre pero acaba generando un daño irreparable.
El problema se agrava cuando entra en juego el poder. Cuando la familia de una de las partes tiene dinero, influencias o contactos, y en vez de usarlos para ayudar, los utiliza para aplastar, intimidar o intentar llevar al otro a la cárcel.
Y en medio de esta lucha, los hijos quedan atrapados.
No entienden por qué tienen que escoger lados, ni por qué el amor de sus padres se convirtió en una batalla. Se sienten culpables, confundidos y solos.
Ellos no deberían cargar con decisiones de adultos, pero muchas veces terminan siendo usados como herramientas para presionar o manipular.
Es entonces cuando el conflicto deja de ser solo una pelea de pareja y se convierte en algo más oscuro: una lucha injusta donde el miedo y la incertidumbre lo invaden todo.
Pero hay un dolor que casi nadie ve: el de la madre del esposo, una mujer de la tercera edad que vive todo esto desde la orilla, sin poder detenerlo.
Para una madre, su hijo siempre será su niño, sin importar su edad. Verlo envuelto en acusaciones, humillaciones y amenazas le rompe el alma.
Ella ya carga con sus propias batallas: enfermedades, cansancio, el paso de los años.
Y aun así, tiene que soportar el peso emocional de una guerra que no comenzó, pero que la está destruyendo por dentro.
Ella pasa las noches sin dormir, preocupada por si mañana algo peor ocurrirá, preguntándose si su hijo estará a salvo o si sus nietos seguirán sufriendo.
Siente un miedo constante que no se atreve a decir en voz alta, porque teme ser una carga.
Prefiere callar su dolor, aunque le duela el pecho, aunque las lágrimas le quemen los ojos.
Ver a su familia fracturarse así es quizá lo más cruel que ha vivido. No sabe a quién acudir, no sabe cómo ayudar.
Solo observa cómo el rencor ajeno arrasa con todo, mientras ella ruega por un poco de paz que parece no llegar nunca.
A todo esto se suman las amenazas, la manipulación emocional y las palabras que buscan herir.
Cuando alguien dice que se hará daño solo para forzar a la otra persona a regresar, la familia entera se sacude.
Los hijos viven con miedo, el padre vive con angustia y la abuela vive con el corazón en la mano, rogando que nadie salga lastimado.
En situaciones así, lo que más se necesita es apoyo: psicológico, profesional, emocional. No para ganar una pelea, sino para detener el daño.
Para proteger a los niños, a los adultos mayores y a cualquiera que esté siendo afectado sin tener culpa.
Porque al final, una familia no se rompe por una separación… se rompe cuando el dolor se convierte en arma.
Y como dijo alguien que conoció el sufrimiento de cerca:
“Las heridas que no se ven son las que más tardan en sanar… pero también son las que más necesitan ser atendidas.”
Mayra Sierra Inteligencia Colectiva

