El caso de Israel Vallarta es una herida abierta en el sistema de justicia mexicano, tras su liberación, después de casi 20 años en prisión sin sentencia.
Vallarta fue arrestado en 2005 en un montaje transmitido en televisión nacional, orquestado por la extinta Agencia Federal de Investigación y avalado por autoridades que hoy enfrentan procesos penales por otros delitos.
Su imagen fue usada como trofeo mediático, no como sujeto de derechos. La justicia fue sustituida por el espectáculo.
El proceso estuvo plagado de irregularidades: tortura, fabricación de pruebas, recreación de la detención a petición de televisoras, y un escandaloso olvido institucional.
Mientras Florence Cassez, con apoyo diplomático, consiguió su libertad en 2013, Vallarta fue confinado al silencio.
No por culpable, sino por ser un mexicano más sin los reflectores de la política ni la presión de un gobierno extranjero.
Hoy, tras su absolución, queda claro que nunca hubo pruebas sólidas.
¿Quién responde por sus años perdidos? ¿Quién repara el daño a su vida, su dignidad y su familia?
Las disculpas públicas no son suficientes. Este caso exige responsabilidades: administrativas, penales y éticas.
También exige una reforma urgente al sistema de justicia y a los medios que, por acción u omisión, se prestaron al engaño.
Israel Vallarta no es solo una víctima, es el rostro de que la justicia puede tardar décadas.
Y eso, como sociedad, no podemos permitirlo.